miércoles, 6 de abril de 2016

LA POLITICA NACIONAL

No existe una noción más alterada ni más suplantada por falsas interpretaciones que la de «política». Probablemente por hallarse en la boca de todos, su verdadero sentido se ha desgastado hasta la desfiguración. Los espíritus cultos la miran con repugnancia. Un hombre que quiere crear algo en la vida, no pierde el tiempo con la política. Es un charco de vulgaridad, un juego infame de intereses.
Esta especie de política, indudablemente, merece el desprecio de todos. Si la política se reduce solamente a un hacer y deshacer alianzas de intereses individuales, claro está que todo su sentido se desgasta en este juego. Esta política sólo la pueden hacer los individuos carentes de escrúpulos. La falta de lealtad en las relaciones entre los individuos se convierte entonces en norma suprema de cualquier acción política. El carácter, la línea recta de manifestación de un individuo, la moralidad pública, constituyen una carga demasiado pesada para la realización de una carrera política. Lo que interesa en esa política es mantener vivo el juego que alimenta las ambiciones de los partidarios por intrigas, golpes prohibidos, maniobras mezquinas y otros medios de la más repugnante especie.
El juego de intereses individuales representa una especie degenerada de la política que sólo se manifiesta en épocas de decadencia nacional. La política, en su verdadero sentido, es todo lo que puede ser más opuesto a esta interpretación. La verdadera requiere un sacrificio permanente por parte del individuo. Un hombre político debe considerarse llamado a velar por los intereses de todos, y esta misión no la puede cumplir sino despojándose de cualquier interés personal.
La verdadera política «la gran política», como la llama José Antonio, para distinguirla de su variante degenerada, está al servicio de la nación. Es un acto de servicio en provecho de la comunidad nacional. La política constituye el conjunto de los medios que elabora la nación para cumplir su misión histórica. Para que exista una política los dirigentes de in Estado deben precisar previamente el objetivo que persigue la nación en la época en que ellos viven. La política se relaciona continuamente con este objetivo, mide las distancias que la separan de él y se acerca a él etapa por etapa. No es un objetivo efímero, un objetivo de temporada, sino que es un objetivo que absorbe el esfuerzo de una o más generaciones. La política crea y maniobra fuerzas, en relación con las oportunidades existentes para alcanzar el objetivo establecido. Un Estado que no fija su objetivo y no se mueve en su dirección no posee ninguna política. Tal Estado vegeta simplemente. No vive.
La gran política representa al mismo tiempo una gran pasión. Un dirigente político debe vivir compenetrado con las finalidades nacionales. Un escéptico, un indiferente, un hombre falto de valor espiritual no puede convertirse en dirigente político. La política es una obra entusiasta, desinteresada.
La tensión interior del individuo que se consagra a la política no depende de su temperamento. Es el tono vital de la nación que se transmite al que interpreta su destino. Quien ha descubierto el itinerario histórico de la nación se siente invadido por sus caudales de energía. Quien no ha hecho esta experiencia no puede convertirse en un dirigente político. «Toda gran política -dice José Antonio- se apoya en el alumbramiento de una gran fe» (94). Corneliu Codreanu emplea una expresión análoga: «Los legionarios son los hombres de una gran fe, por la cual siempre están prontos a sacrificarse» (95).
¿Por qué es preciso que en el alma de un dirigente político se produzca esta intensa emoción nacional, este desencadenamiento fanático de las convicciones? Porque él actúa sobre las masas populares. Para atraerlas a una empresa colectiva debe encenderlas con el calor de su propia alma. Las masas no son capaces de descubrir el ideal nacional. Se incorporan a este ideal si sus dirigentes políticos se lo revelan. La responsabilidad de los individuos que se manifiesta en el primer plano de la política es enorme, afirma José Antonio. «De ahí la imponente gravedad del instante en que se acepta una misión de capitanía. Con sólo asumirla se contrae el ingente compromiso ineludible de revelar a su pueblo -incapaz de encontrarlo por sí en cuanto masa- su auténtico destino» (96). También Corneliu Codreanu piensa que la multitud es incapaz de descubrir por sí misma las leyes de la verdadera dirección política. «Si la multitud no puede entender o entiende con dificultad algunas de las leyes de inmediata necesidad para su vida, ¿cómo puede alguien imaginarse que la multitud, que en la democracia debe conducirse a ella misma, podrá comprender las más difíciles leyes naturales, podrá intuir las más finas y las más imperceptibles de las normas de dirección humana, normas que la sobrepasan, que sobrepasan su vida y sus necesidades, normas que no se refieren directamente a ella, sino a una entidad superior, la nación?» Su conclusión: «Un pueblo no se conduce por sí mismo, sino por su élíte» (97).
Las multitudes no son refractarias a una gran empresa histórica. En un Estado oscuro, el ideal nacional yace también en sus almas. Pero las multitudes se encuentran demasiado encadenadas por lo cotidiano para poder contemplar el porvenir lejano de la Patria. Por eso hace falta la existencia de una élite dirigente o de un gran jefe político. Oyendo su palabra, las multitudes se estremecen. Oyen la voz de su propia consciencia. Los depósitos aluvionarios de la vida cotidiana están revueltos por la lava que sube de las profundidades. «Este contacto con la nación entera -dice Corneliu. Codreanu- está lleno de emoción y de estremecimiento. Entonces las multitudes lloran» (98). José Antonio reconoce también «la calidad religiosa, misteriosa, de los grandes momentos populares» (99).
La imagen del hombre político es completamente diferente de la que nos ofrecen los partidos políticos. En él se ha apagado cualquier huella de interés personal. Es un sacrificado permanente. Cuida de la felicidad de todos. Toda su vida se encuentra modelada por el ideal, convirtiéndose en una actitud, en una escultura, en un estilo de vida. La función del hombre político se asemeja más a las funciones religiosas que cualquier otra profesión. Según José Antonio, es la más alta magistratura de la tierra, la más noble de las funciones humanas. «De cara hacia fuera -pueblo, historia-, la función del político es religiosa y poética. Los hilos de comunicación del conductor con su pueblo no son ya escuetamente mentales, sino poéticos y religiosos. Precisamente, para que un pueblo no se diluya en lo amorfo -para que no se desvertebre-, la masa tiene que seguir a sus jefes, como a profetas (100). Hay movimientos - dice Cornelin Codreanu- que poseen más queun programa: tienen una doctrina, tienen una religión» (101). Religión, no en el sentido de que la verdad nacional sustituya a la verdad religiosa, sino en el sentido de que entre las masas y los jefes se establece una relación de expresión mística, como explica José Antonio, «por proceso semejante al del amor».
Conociendo ahora el encadenamiento de las ideas de José Antonio y de Corneliu Codreanu, podemos reconstruir, con su ayuda, la arquitectura política del Estado nacional.
HORIA SIMA
Fragmento de "Dos Movimientos Nacionales

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